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UN TREN A BARCELONA

Foto del escritor: LUCY QUINTANILLALUCY QUINTANILLA

Y las primeras veces infinitas



Me gusta estar en el tren, me ilusiona la idea de una nueva ciudad, de un nuevo destino y un lugar en el que seguir alimentando la mirada, los oídos, y el tacto del alma. Me entusiasma encontrar las diferencias y también unir los puntos en común. Al final, creo que todo es distinto siempre, al día siguiente te levantas y nada es exactamente igual a como lo dejaste y, aunque te siga pareciendo que nada se movió, el significado de la vida ligeramente más audible que un susurro ha seguido caminando y evolucionando, aunque algunos días resulten rutinarios, en el fondo todo se transforma, gira, se desgasta y le da vida a algo nuevo, incluso en contra de la propia voluntad.


Me encantan las palabras "en constante evolución", siento que tantas veces son el reflejo de estar en permanente búsqueda, encontrando y comenzando una vez más, descubriendo, confundida o con total claridad, con música de fondo o en medio de ese mutismo misterioso que de vez en cuando reaparece, agotada hasta los extremos o con esa lucidez deliciosa que solo el descanso puede dar. Se trata de la fascinación por una nueva primera vez, aunque sabes que en tu interior guardas aquello que ya conoces, todo eso que ya has construido y que permanece en ti, que te acompaña y te construye antes y después... Aquellas primeras veces que, sin cansancio, persiguen el instinto de la voluntad.


Al final, el mundo no se detiene, tampoco las historias que inevitablemente construyen crónicas personales imposibles de olvidar, de recluir en el pasado, de no abrazar fuerte, tanto, sin prisas, con la calma visible que te da la libertad, libertad para andar, para contar, para anotar la vida que pasa entre la voz de las palabras, la esperanza de los pensamientos y la música de la imaginación.


El tren va lento, aunque en el fondo sabes que es uno de alta velocidad. Se trata de una lentitud que alivia y repara, esa que nos permite ver el paisaje, el pasto verde, frondoso, las casas blancas, amarillas y celestes, sus tejados ocres, el cielo nublado y los cerros grises detrás, que no parecen tan altos o tal vez a esta hora todavía están dormidos. Será que vengo de un lugar tan lejano en donde las montañas son monumentales y menos pacíficas de lo que éstas parecen ser, aquellas que se vuelven imponentes y tostadas con el sol, opulentas de naturaleza y siempre besando de cerca el cielo.


Un rayo de luz va entrando en el tren y entonces el cielo se abre, y ahora el celeste que emerge entre las nubes blancas aún tenues, algodones más ligeros que los que dejé en Valencia, esas nubes espumosas, sólidas y al mismo tiempo a punto de evaporarse. Esas nubes protagónicas, en constante espectáculo allá arriba, vestidas especialmente para cada día, celebrando que viven al máximo, que van sin prisas, como este tren, de alta velocidad, coposo, también de algodón, o es que yo me lo invento mientras Barcelona se acerca, sin impaciencia, bajo el sol de un nuevo día, con el sutil rugido del vehículo en movimiento y la luz risueña atravesando la ventana e iluminándolo todo, creando nuevos primeros instantes, una y otra vez.




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